Archivo de 500 de La Habana

LOS PRIMEROS 500 DE LA HABANA

Posted in Humor costumbrista with tags , , , on diciembre 19, 2019 by mercybroma

Por: Mercedes Azcano Torres   Fotos: Abdel y Perfecto Romero
Con tantas festividades que vivimos los cubanos, a las que se han añadido últimamente la celebración de los 500 de La Habana, el fin de año, los 15 de mi vecinita Elianne y hasta el alegrón de ver a Palante en colores, me embullé a ir a la peluquería.
La decisión de chapistearme resultó un reto por mi aversión ancestral a que a que me trasquilen, como oveja; me tiñan, como ropa; y me quiten uñas y pellejos, cual animal en el matadero. Por eso pensé refugiarme en la lectura de un buen libro, pero justo cuando iba a salir de la casa, llegaron los fumigadores.
“El visto, compañera, necesitamos el visto”, a esa hora tuve que buscar el papelito, enterarme de que en la otra cuadra encontraron una larva en una botella de ron vacía, abandonada en un patio. ¿Sería curda el mosquito? “Compañera, que con el dengue no se juega”. Así, entre el humo y el apuro olvidé encima de la mesa mi libro Grandes esperanzas, de Charles Dickens.
Y con él, se desvanecieron mis esperanzas de evadir los chismes que, en ocasiones, entretienen a las clientas de la peluquería. Mis temores se hicieron realidad tan pronto me senté en el sillón de pelado. Los comentarios giraban en torno a la oferta, en la perfumería de la esquina, de condones extra grandes con sabor a chocolate. ¡Extra grandes!, exclamó una. No te alborotes, le contestó otra, acuérdate de que seguro son chinos.
Entre carcajadas, la peluquera recordó los tiempos en que pasaba un curso de estilista en Praga, a finales de los ochenta, y descubrió la venta de cajas de sopitas rebajadas, en una tienda. Enseguida, contó la muchacha, me puse las pilas y le mandé un montón a mi abuela, la que vive en Marianao. Como eran tantas, ella las distribuyó entre el familión. Tremenda alegría, pero el chasco vino después cuando descubrimos que por no saber el idioma, en lugar de sopitas, yo había comprado cajas de condones rebajadas.
La anécdota inspiró a las clientas, quienes aportaron sus experiencias. Para evitar intervenir en el diálogo, me sumergí en pensamientos muy ajenos a los condones. Imaginé a La Habana del futuro, transcurridos otros 500 años. Vi una ciudad limpiecita, de calles y edificios relucientes. Los habitantes, calvos dichosos (así no tendrían que venir a la peluquería), se saludarían con educación y cariño. Nada de gritos, ni de música alta. Adiós a la vulgaridad y la chabacanería.


Me sacó de la ensoñación un tijeretazo mal dado por la peluquera, que casi me corta la oreja. Tras excusarse, salió a responder una llamada en su celular, cigarro en mano. Para no estresarme, retomé mi paseo futurista poblado de mascotas felices, cuidadas y alimentadas por sus cariñosos dueños.
Los choferes de vehículos, respetuosos de las leyes del tránsito, considerados y atentos con los peatones circularían ordenadamente. Los ancianos cruzarían la calle a su paso, sin temor a ser atropellados, y los ómnibus se detendrían en las paradas establecidas.
Mientras me aplicaban el tinte, nuevamente me salté medio siglo para saludar a mi vecina Beba, quien con sus 4 nietos va rumbo a la Cuevita, en San Miguel del Padrón, en busca de un nuevo robot niñera. Disimulo para evitar que, mediante un escáner cerebral, pueda leer lo que pienso, y es que no hay inteligencia artificial que sobreviva frente a los códigos maliciosos, que portan sus chamas.
En lo que esperé que se fijara el tinte, pasé a la sección de la manicura. ¿Las quieres de acrílico, de gel o porcelana? Las pedí naturales para horror de clientas y empleadas. ¿NATURALES?, gritó horrorizada la manicura como si le hubiera solicitado una autopsia.
Me sobrepuse a la humillación refugiándome en el futuro. Así disfruté de barrios de ensueño, donde hasta en los municipios de la periferia, proliferarían cines, museos, galerías e instalaciones deportivas, junto a cafeterías, restaurantes y discotecas. En los parques, de árboles frondosos y bancos nuevecitos, grupos de jóvenes discutirían lo mismo de literatura, que de pelota o de fútbol.


Una vez que quedaron listas mis uñas, me tocó el lavado de cabeza. La peluquera restregó, enjuagó y exprimió mi cabello como si fuera una frazada de piso. Casi con migraña, me sometí a la secadora. Por poco se me achicharran los cuatro pelos, sobrevivientes al agresivo proceder. Al calor se sumaron los tirones de pelo y arañazos en el cráneo, con un cepillo, que más que cepillo parecía rastrillo.
Finalmente me miré en el espejo. ¡Espanto!, mi pelo tenía la apariencia de la guata para rellenar colchones. ¡Qué linda!, se admiraron algunas hipócritas. Solo una se acercó a la verdad cuando exclamó: ¡Tremendo cambio!
Y sí, tremendo cambio ha tenido mi ciudad en sus 500 imaginarios, pero mientras llegamos allí, los habaneros por nacimiento y los habaneros por adopción, nos afanamos para aportar a su crecimiento sostenible. Soñamos con hacer de ella un núcleo de progreso, capaz de satisfacer las necesidades de sus habitantes.
Al pagar la cuenta de la peluquería, suspiré aferrada a los billetes, solo me animó la esperanza de que tal vez en mi Habana del futuro, al desaparecer el dinero… ¡fuera catarro!… se intercambiarán sonrisas.